LA sorda miseria (*)

la felicidad era esta vez para siempre. Nunca, ni siquiera en un día de cumpleaños de infancia había sentido tan grata sensación; valía por mil fornicaciones y más de veinte pasteles de jugosa crema; o galopes infinitos en el mejor pura sangre, el bienestar no era igualado en el placer óptico del paisaje más bello, de la luz preferida y con los ingredientes terrestres, mundanos y hedonistas con que se quisiese adornar. Todo era plenitud, como la morfina corriendo por las venas de un sangrante moribundo; o la alegría de un apostador gañan, quien cuando se salva de sus errados actos, sabe que la diferencia entre la suerte y la muerte es tan sólo una letra.
¿Cuando se le ha dicho a alguien que es feliz?, lo más probable es que nunca, salvo a este ser, que en su paseo triunfante hasta el sitio elegido, unas cien caras, de las trescientas o mil que observó en su trayecto, gesticularon envidia y deseos de estar en su lugar; algunos incluso imaginaron matarlo silenciosamente, destornillar sus huesos, rasgarlo y ponerse su piel, ya sea para intentar igualar su estado, o al menos para ocupar un minuto de su felicidad disfrazándose con el pellejo, en un acto absurdo de mimesis desesperada.
Para esa hora ya no quedaban pájaros en el cielo. Iluminado el grupo entero solamente por dos teas fugaces, fueron recibidos por el verdugo. La ciudad entera esperaba, o al menos lo que a esas alturas iba quedando de ella, ya que el mal avanzaba rápido y en un rato comenzarían aterradoras voces, los gritos y también las sombras andantes de gran altura, que más que asustar hacían triza el alma. Si alguien quería ocultarse era peor, ya que el ojo asomaba sin avisar sobre lo que fuese: una pared, una frazada, en los postigos de las puertas y hasta en las palmas de las manos.
Nadie hablaría hasta el final, excepto por un viejo supersticioso quien, sin la envidia de los demás, tiró varias monedas de plata encima del entablado y pidió ser reemplazado por el condenado. Algunos rieron levemente, otros sintieron la misma lástima que llevaban también dentro.
El verdugo fue preciso, y el afortunado bendijo su gracia por última vez gritando, -¡apenas pueda, volveré por algunos de ustedes, os prometo! La cabeza fue a dar justo entre las monedas.
Esa misma madrugada el ojo volvió a aparecer acompañado del nuevo acompañante...

*(de los cuentos automáticos sin comienzo)