¡Señora, señora!, que bien se ve usted esta noche, el trasero se le ve mas pequeño y armoniza correctamente con el ciño en la cintura. No crea por completo mis palabras, pues soy una viejecilla a quien nadie ha puesto un dedo encima y la fogosidad de antaño, fue apaciguada, drenada de mis venas y correctamente enjaulada en un rostro arrugado como el que uso hoy. ¡Perdonadme, oh misericordiosa! denoto que su vestimenta esta algo pasada de moda, y es que en eso nos parecemos y no tengo mas que alardear a usted y a mi por tan grato gusto en el diseño. No piensa usted acaso mi fría querida amiga , que no podría alguna vez ayudarla, digo bien…algo como reemplazar el cansancio de sus pies por los míos nuevos (de años, pero usados lo justo). Su mirada ha de ser fácil de imitar, ya que es su corazoncito bello el que observa en realidad, algo así como… a un hijo noble. O tal vez muerto… Yo… yo la puedo imitar muy bien, tan solo míreme un ratito…ve, ¡ve! ¡Nos miramos juntas las dos, si parecemos un espejo! A ver, a ver… juguemos a cambiarnos. Yo subo y usted baja hasta acá, ¿le parece? Yo la ayudo, tan solo déjeme sacar las velitas, las flores y esta agua podrida. Yo le ayudo a caminar sin que se le mueva nada, ni sus ojitos quietos, ni su coronita de reina. ¡Pero que pesada esta usted! Ve, ve. Si somos iguales. Yo he venido intentando comer menos pero me ha sido imposible, imposible Casi eternos son mis viajes al baño, tanta pastilla y eso, pero pesamos lo mismo. ¡Noooo! si esto estaba arregladito por su hijo desde hace mucho, yo lo escuché clarito. Ve. Listo. Usted se queda allí mirándome tantito rato, yo la haya imitado a la perfección. Míreme. ¡Míreme pues!, Deje de mirar hacia abajo, mire aquí arriba donde yo estoy. Estoy igual, y eso que tú ya no sufres como yo. No me moveré de aquí hasta que me des la cara. No tengo hambre, ni sed, ni sillas cómodas en donde sentarme, ni nietos que cuidar los días sábados. ¡Aquí, aquí me quedaré, hasta la eternidad! Porque yo soy tú y tú eres yo, ese es el juego, ingrata sin ojos.
Por la mañana, el sonido de llaves y puertas espantó palomas. El diácono tenía que preparar los ajustes para la misa de las ocho. A la izquierda del altar mayor, una estatua de una virgen daba la espalda. Arriba, entre agua derramada y pétalos añejos, una vieja inmóvil miraba firme el suelo.

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